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Recuerdos, viajes y comidas

Habían transcurrido algunos días después de mi décimo cumpleaños, cuando llegó mi papá a casa ordenando a mi mamá que preparara mi maleta porque me llevaría a vivir con mi tío Gilberto, quien vivía hasta Piedra Negras, en Coahuila.

 

En ese momento, mi tío Gilberto fungía como Juez de Distrito en esa ciudad, frontera con Eagle Pass, Texas.

 

El motivo de esta decisión, según mi padre, era que yo fuera a estudiar leyes y que mi tío Gilberto, una vez que yo me graduara de Licenciado, me consiguiera trabajo en el Poder Judicial Federal, y así, regresara yo a Puebla para que lo ayudara a la manutención de mi mamá y mis hermanas y hermanos.

 

Lógicamente, yo no sabía cuán lejos estaba el estado de Coahuila y mucho menos donde quedaba la ciudad de Piedras Negras.

 

Entre llanto y negativas de mi madre, partimos a la ciudad de México, donde mi tío Gilberto nos estaba esperando, para que, al día siguiente, muy temprano, saliéramos con rumbo a dicha ciudad fronteriza.

El viaje transcurrió con calma y después de 14 horas de camino, llegamos a nuestro destino.

 

En ese entonces, Piedras Negras era una ciudad pequeña, constaba de unas cuantas calles principales y muchas calles secundarias. La casa que la Corte designaba para los jueces estaba en la planta alta del juzgado.

 

Conforme pasaban los días, me fijé que la casa del juez constaba de dos suelos: unos cuartos con piso cerámico y otros cuartos con pisos de madera; las tuberías de agua estaban forradas con cartón; y los techos de la mayoría de las casas, tenían lámina.

 

Algunos meses después comprendí por qué.

 

A unos días de mi llegada, mi tío, el juez, me inscribió en la escuela más cercana al juzgado; me compró mi uniforme que constaba de pantalón gris y camisa guinda, además de los útiles escolares; y así, comenzó mi estancia en Piedras Negras, Coahuila.

 

Estando ya en la escuela, en un salón cuyas ventanas daban a la calle, en una mañana de invierno, uno de los compañeros, con gran alegría grito: “Maestro, está nevando”. Todos los alumnos corrimos hacia las ventanas para ver el espectáculo.

 

Para mí, era la primera vez que veía nevar, la caída suave de los copos de nieve, silenciosa, tranquila, blanquecina... ¡Fue un suceso que nunca podré olvidar!

 

El maestro decidió dar por terminada la clase y nos dejó salir para disfrutar la nevada.

 

Al día siguiente, toda la ciudad estaba cubierta de nieve y entonces pude comprender porque en los techos había láminas y las tuberías cubiertas de cartón.

 

Meses después, los trabajadores del juzgado le festejaron a mi tío por su primer aniversario como Juez en la ciudad. Y este fue otro de mis recuerdos más agradables, pues el festejo se realizó en el campo.

 

El secretario del juzgado pidió que se trajera leña, se cavó un hoyo en la tierra y se procedió a encender la leña. Amarrado en una equis de madera, asaron un cabrito, para tomar, los adultos llevaron cerveza de barril, y para complementar, unas blancas tortillas de harina y variedad de salsas.

 

El espectáculo fue para mí maravilloso pues me encontraba en el campo norteño, con el olor del cabrito asado a la leña, las tortillas de harina y la música norteña en vivo.

 

Al empezar a oscurecer, como estábamos en el campo, empezaron a aparecer las estrellas y fue otro espectáculo increíble.

 

Espero algún día, repetir este convivio, al lado de mis seres queridos, disfrutando del campo y observando el atardecer hasta el punto de cuando comienzan a aparecer las estrellas.

 

Ernesto Lievana

Viajero, amante de México, sus rincones y su comida.

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